Libro: Tierra de compasión
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf
Editorial: Perpetuo Socorro
En cierta ocasión, caminando modestamente hacia el hospital, presenciando en la calle Atocha una airada discusión entre su meretriz y el que, a todas luces, parecía ser un rufián. Me ruborizo solo de recordar las lindezas que se soltaron mutuamente: las palabras más ordinarias de nuestra lengua y los ademanes más vulgares se sucedían en una retahíla de groserías que, en ese momento, me pareció imposible de superar. Él me había resultado abominable y en ella no había atisbado ni un rastro de esa delicadeza que uno inconscientemente espera percibir en toda mujer. Había también visto, en las salas de enfermas del hospital, los efectos que producen una vida disipada, dónde la dignidad de la mujer es rebajada a la mínima expresión y la ordinariez del varón conduce a los mayores desmanes ¡Qué mundo éste! 

¡Qué triste es la condición humana, cuando se empeña en desobedecer los mandatos de nuestro Señor! 
Todo esto lo sabía, pero, en el fondo, solo me afectaba de manera abstracta. Era una de las preocupaciones que, como obispo, llevaba en mi corazón, y que dejaba en las manos de Dios, sabiendo que Él escucha siempre nuestras plegarias. Admiraba profundamente a las personas que se habían involucrado y comprometido, buscando soluciones a este problema, y como he dicho, incluso les ayudaba en la medida que me permitían mis escasas rentas. Es más, desde que en San Juan de Dios entré en contacto con esta triste lacra, mi corazón se había hecho más sensible y no dejaba de influir en propios y extraños, en orden a evitar que las mujeres afectadas por esta situación volvieran a las andadas en cuanto salieran del hospital. No obstante, vuelvo a decir, todo esto quedaba fuera de mí: eran cosas que pasaban, trastornos necesarios, situaciones negativas, consecuencias del pecado, males del siglo, vergüenzas provocadas por el olvido de Dios y tristes consecuencias del mal llamado siglo de la libertad.
Solo era eso hasta que… conocí a Joséphine. Ese día todo cambió. Sentí que en mi corazón se despertaban, como nunca antes lo habían hecho, el ánimo compasivo y el ansia de justicia. Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes siervos, conmigo lo hicisteis, dice el Señor cuando explica cómo va a ser el Juicio final. Joséphine cambió mi vida, fue una humilde sierva que puso frente a mí un rostro diferente de Cristo y, sin quererlo ni saberlo, dio un contenido nuevo al resto de mi existencia. Al escucharle, me vino a la memoria con una intensidad nueva, que precisamente en casa de Simón, el fariseo, Jesús había alabado a una mujer pecadora, enmudeciendo a todos con las siguientes palabras: no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.
¿Por qué esta joven precisamente? No lo sé, solo Dios lo sabe. ¿Quién era Joséphine? Una niña, sola una muchacha de quince años con el corazón de oro, una jovencita de origen francés, que al darse cuenta de que conmigo podía desahogar sus congojas en la lengua madre, sintió que su corazón se esponjaba y se me confió con una sencillez abrumadora. Engañada la habían traído a España, cual delicada sirvienta francesa para la casa de unos ricos nuevos; ella lo ignoraba, pero había caído en las garras de quienes nada harían por ayudarla. Los celos que provocaba en la señora de la casa no tardaron mucho en ponerle en situaciones muy comprometedoras y, pocos meses después, se vio tirada en la calle, sin más fortuna que sus prendas personales y sin otro refugio que una belleza cándida que llamaba la atención de cualquiera. ¡Pobrecilla! Candidez y belleza no son las mejores consejeras para una jovencita francesa abandonada a la propia suerte y lanzada sin piedad al crudo invierno madrileño. Bien se puede imaginar cómo y dónde acabó.
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