(Memorias de Padre Serra, fundador de la Congregación de Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor)
Libro: Tierra de Compasión
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf.

Editorial: Perpetuo Socorro.
Sé que he sido un hombre controvertido y no me siento orgulloso de todas mis obras. Sé también
que el justo juez tendrá muy en cuenta mis intenciones.
No he tenido una vida fácil, nunca he cedido a la tentación del mínimo esfuerzo, ni me han
faltado las responsabilidades; por eso mismo, la posibilidad de errar ha sido siempre mayor. Cualquiera que me haya tratado sabe que, en todo caso el deseo de ser fiel y bueno, imitando a Jesucristo en justicia y compasión, ha constituido la columna vertebral de mis jornadas.
Es que después de la fundación de Nueva Nursia las cosas cambiaron de una manera tan acelerada
y se complicaron de tal modo que incluso hoy yo mismo me pregunto cómo fue posible que todo
se transformara tanto. A partir de 1848, hube de hacer frente a situaciones de todo punto imprevistas.
Reconozco que no siempre tuve la paciencia ni la prudencia de que hubiera deseado hacer gala.
En medio de estas circunstancias, mi mayor escollo fueron los problemas que tuve con M. Brady y
por eso es justo encabezar este período de mi vida con su nombre.
Nueva Nursia fue una gran iniciativa y en el transcurso del año 1847 pudimos constatar la envergadura de nuestro proyecto: había que roturar, sembrar y segar, cuidar los campos y los rebaños,
construir los edificios monásticos, levantar las escuelas, preparar los talleres y las granjas, y un largo
etc. Y sobre todo, había que evangelizar. Estaba claro que urgía personal y hacía falta dinero. Por
una u otra razón, el P. Salvado y un servidor nos habíamos quedado solos para hacer prosperar un
proyecto tan ambicioso; y, desde que M. Brady me había nombrado vicario general de la diócesis, me
veía forzado a abandonar el monasterio más a menudo de lo que quisiera.
El trabajo se acumulaba y los medios escaseaban; por eso, de acuerdo con el prelado y el cumplimiento de lo acordado en el primer Sínodo diocesano, se proyectó un viaje a Europa, con objeto de buscar misioneros y colectar fondos para nuestra parcela de la Iglesia. M. Brady apoyó gustoso la iniciativa, pensando en el bien de una misión tan necesitada.
Por mi parte, debo reconocer que, sin ver  en ello un deterioro para la diócesis, también aspiraba
a conseguir bienhechores que sostuvieran nuestra proyectada abadía; y que la Orden echara
sólidos cimientos en el occidente australiano.
Febrero de 1848. De nuevo el puerto Fremantle, de nuevo en un barco-el Merope- de nuevo la aburrida navegación con sus días de tormenta y de calma, de nuevo tres meses en apariencia perdidos, de nuevo todas las jornadas iguales, surcando aguas inconmensurables; de nuevo, nada nuevo…Al llegar a Roma, ¡topé con la nueva menos esperada y nunca imaginada!: -el 9 de julio de 1847- ¡ya hacía casi un año!-, el Santo Padre Pío IX me había preconizado como obispo de Puerto Victoria, un rincón australiano que distaba casi 2.000 millas de Nueva Nursia.
Cuando dejé Australia las bulas del Papa aún no se conocían en Perth, pero el nombramiento era firme.
La Congregación de Propaganda, aconsejada por el Ilustrísimo Polding, arzobispo de Sidney, miraba
con esperanza a la prometedora tierra australiana y organizaba el mapa pastoral, creando una nueva
diócesis que yo debía presidir en la caridad. Una tierra ignota y prácticamente deshabitada donde,
como más tarde se decidió, más convenía un Vicariato Apostólico que una sede episcopal propiamente dicha.
¡Eso sí que era una novedad! En un breve espacio de tiempo fui consagrado obispo y me vi rodeado
de unos honores y una fama que, a decir verdad, ni hubiera soñado adquirir unos meses antes, perdido
como estaba en las praderas y bosques del río Moore.
Estaba deslumbrado y en mi corazón bullían iniciativas por doquier. Consciente de que el establecimiento definitivo del obispado de Puerto Victoria podía unir su suerte a la de nueva Nursia, me puse manos a la obra para asegurar el futuro de esa misión desde donde, en su día, se mandarían efectivos a la nueva sede. En la audiencia con el Santo Padre solicité y obtuve permiso para fundar una Congregación Misionera benedictina para Nueva Holanda; acto seguido, me puse manos a la obra y escribí una circular solicitando misioneros y ayuda económica.
Entré así en contacto con algunos monjes españoles exclaustrados que, como el anciano Simeón, interpretaron mis propuestas como un nunc dimittis: ya podía morir en paz, viendo que la orden resurgía de sus cenizas y, en medio de la tribulación, encontraba un calce para desarrollarse. Bien sabía que mis hermanos de hábito me ayudarían a reclutar obreros y a recaudar fondos para la amplia misión de Australia. ¡Todo me sonreía!
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