Diciembre 1827
Te pondrán un nombre nuevo, dice la Escritura. Yo lo recibí con el hábito Benedictino, añadiendo al primer nombre de bautismo, José, el nombre en religión, Benito; hoy todos me conocen como José Benito.
Como cualquier aspirante, fui admitido en la Abadía en calidad de huésped.
(…) El día 15 de diciembre del año del Señor de 1827 tomé el hábito, comenzando así el tiempo de Noviciado.
(…) Además de la práctica de las virtudes y de los usos monásticos, aprendí de memoria la venerable Regla de Nuestro Padre San Benito (…) Un año después, en manos del Abad y en presencia de toda la comunidad, emití la profesión solemne de los votos religiosos.
A los 19 años era monje in aeternum, con la clara voluntad de perseverar hasta la muerte en el estado de perfección. Profesé el 21 de diciembre de 1828, en la novena de Navidad: la solemnidad litúrgica y la dignidad benedictina se unieron en este caso a mi deseo sincero de no anteponer nada al amor de Cristo. Estoy convencido de que, veinte años después, cuando fui consagrado obispo en Roma, no sentí la misma emoción ni mostré tanto fervor.
(…) En el monasterio la regularidad era la norma absoluta, la campana marcaba el ritmo, la oración y el trabajo (…) En San Martín, muy pronto empecé a experimentar las palabras de Jesucristo que promete el ciento por uno a quienes dejan todo para seguirle. Me sentía feliz, realizado.
Un buen día, el Abad me llamó a sus aposentos para comunicarme que los hermanos me consideraban un candidato idóneo para el sacerdocio y, en consecuencia, en los próximos días tendría que emprender un viaje hacia el Monasterio de Santa María la Real de Irache, en Navarra, y allí empezar los estudios correspondientes. La primera frase de la Regla benedictina suena así: Escucha, hijo, los preceptos del maestro e inclina tu corazón (…); estaba claro que no tenía nada que oponer al mandato del buen Abad y acepté de buen grado lo que proponía. ¡Y yo que, al ingresar en la abadía, había pensado que nunca saldría de Santiago, de nuevo me veía en medio de los caminos! Eso sí, como monje y con el sano orgullo de vestir el santo hábito benedictino y de pertenecer a una de las órdenes más grandes de la Iglesia.
(…) Aprendí teología y desde Oviedo me desplacé a Valladolid, sede de nuestra Congregación de observancia, donde completé estudios y sobre todo me preparé espiritualmente para dar el paso definitivo hacia el Sacerdocio. La formación había sido excelente. En los colegios de la orden, pese a todas las dificultades de la época, recibíamos una buena preparación.
Corría el año de 1834 y, servidor, casi siete años después de haber tomado el santo hábito, estaba bien dispuesto para recibir las Sagradas Órdenes.
(…) La vida del monje busca alcanzar un equilibrio entre lo divino y lo humano, lo sublime y lo material y, ciertamente, la arquitectura de nuestras casas quiere ser una síntesis de todo ello. Un monasterio es como una parte del cielo en medio de la tierra, una antesala del paraíso, un espacio consagrado y habitado por hombres o mujeres igualmente consagradas. A punto de ordenarme sacerdote, sentía que mi vida y los espacios que ocupaba compartían el mismo anhelo: ser de Dios y solo para Dios.
(…) Pasado el verano de 1834, atravesé nuevamente el umbral de San Martín Pinaro, en Santiago de Compostela, ya no como un postulante asustadizo, sino como un prometedor subdiácono que esperaba ser considerado digno de acceder al diaconado y al sagrado ministerio sacerdotal. Fueron meses intensos de oración y de gracia; estaba a punto de formar parte del orden de los sacerdotes y, si ya servía al Señor como monje, a partir de entonces tendría que aquilatar y cualificar mi entrega: ser más coherente y fiel, cumplir íntegro el Evangelio para así testimoniarlo primero y después predicarlo. Tuve mis luchas internas; tenía que ser verdaderamente consciente del paso que estaba a punto de dar. El Señor me ayudó y mis hermanos monjes nunca me negaron su apoyo.
En la fiesta de los Santos Inocentes del año 1834 ingresé en el Orden de los diáconos y la víspera de mi santo, el 18 de marzo del tristemente famoso 1835, Fray Rafael de Vélez, arzobispo de Compostela, tuvo a bien promoverme a la sagrada orden del presbiterado. Al día siguiente, en el momento de ofrecer la primera misa, las lágrimas corrían por mis ojos; se concentraban demasiados acontecimientos en uno solo: el domingo de Ramos, el día de mi santo patrón San José, la gracia de ser ministro del Señor, la memoria de mis padres difuntos y la presencia ausente de los seres queridos que tan lejos de mí se encontraban. Hice de misacantano en el altar mayor de Nuestra Señora del Socorro, que hermoseaba la Iglesia de nuestro monasterio.
¡Casualidad o providencia! Hoy que, con las Oblatas del Santísimo Redentor, tan a menudo pongo en mis labios esta divina advocación del Perpetuo Socorro, no me cabe duda de que la Providencia divina, desde muy pronto, me fue guiando por caminos que solo ahora comprendo.
Y…llegó la tormenta…
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