Libro: Tierra de compasión
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf
Editorial: Perpetuo Socorro

Un año después de aquello, ingresó gravemente enferma en San Juan de Dios. Ahora, pasados dos meses, la misma juventud y vigor que permitían suponer una curación perfecta eran un motivo de inquietud de cara al futuro: si no encontraba un lugar donde acogerse, volvería a las andadas. 

Eso me temía, y ella misma confirmó mis recelos cuando estaba a punto de recibir el alta. Cuando salga de aquí, me dijo, sólo tengo un sitio donde ir: la misma casa donde me echaron a patadas el día que los alguaciles me trajeron a este hospital. Yo lo entendí todo: me estaba pidiendo ayuda. Creo que el día que entablé la primera conversación con un aborigen australiano, supuestamente antropófago, no me sentía tan acongojado. Junto a mí había una persona buena, débil y abandonaba, vilmente engañada y herida en su dignidad humana que, si yo no ayudaba, no tendría otra salida que ponerse a hacer la calle. No, no me podía quedar de brazos cruzados. Resolví que ¡si todas las puertas se le cerraban, yo le abriría una! Había que hacer algo. ¡Esto era demasiado doloroso para que yo pudiera presenciarlo sin detenerme a hacer algo a favor suyo!
¿Quién se preocupaba en Madrid de estas mujeres? ¿Qué solución podía ofrecerse a esta joven? Para salir del paso, ciertamente podía encontrar un acomodo transitorio en los establecimientos que estaban funcionando. El problema era la dureza de las condiciones para ingresar y la incertidumbre de cara al futuro. De hecho, mayoría  de las recogidas eran personas maduras y estas entidades ya estaban llenas. Joséphine no era un mujer acabada, a la que ya todos miran con una mezcla de compasión y repulsa; ella era solo una muchacha y necesitaba una ayuda que le permitiera retirase del todo de este terrible género de vida, donde se había precipitado y del que quería salir a toda costa. Había que ayudarle.
Hace unos cinco años asistí a un acto en la academia de Ciencias Morales de Madrid. Don Vicente de la Fuente pronunció un discurso donde describía la situación de estas mujeres. Transcribo sus palabras porque considero que expresan muy bien mis cavilaciones de aquellas jornadas: Servía poco enseñar a las jóvenes extraviadas la doctrina, hacerlas arrepentirse de sus extravíos, prepararlas para recibir los sacramentos y reconciliarlas con Dios y con la virtud si, a la salida del hospital, les esperaban el hambre, la miseria, la desnudez, la seducción, la propensión al vicio y la holganza, la envidia, el despecho, el recuerdo de las pasadas liviandades, el fuego de la lujuria mal cubierto bajo la ligera capa de ceniza. Y no era a la puerta donde les esperaba a veces vicio, sino en las mismas salas del hospital, adonde acudían las cómplices, las tiranas de la salud y de su honra, que retenían en sus inmundos lupanares las ropas de aquellas desgraciadas, las halagaban con pequeños regalos y golosinas, con que a veces empeoraban su salud, les amenazaban con perseguir de deudas si al salir no volvían con ellas y deshacían en media hora el trabajo de aquellas virtuosas señoras en muchos días de paciencia, abnegación, socorros y consuelos. Estos eran los hechos. Joséphine estaba justamente en esa circunstancia descrita por Don Vicente  ¿Qué se le podía ofrecer?

Pasé un tiempo terrible. Esta vez los enemigos no estaban fuera, sino dentro de mí; no me enfrentaba a distancias gigantescas ni a culturas del todo diferentes; tampoco sufría porque alguien había malinterpretado mis palabras e intenciones, y me llevaba a pleito o me denunciaba ante mis superiores. No estaba luchando contra una ambición ajena que impedía realizar la que yo consideraba mi justa aspiración. No me sentía nervioso porque la falta de fondos frustraba un deseo legítimo y se corría el riesgo de no poder emprender una iniciativa que hiciera perdurar una obra. No, no se trataba de nada de eso; ahora el problema era yo y, de repente, me di cuenta de que tenía más miedo que nunca.

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