Libro: Tierra de compasión
Autor: Antonio Bellella Cardiel, cmf
Editorial: Perpetuo Socorro
Enero de 1850
Ardía en deseos de volver a ver Nueva Nursia y, por eso, tras cursar en Perth las visitas de cortesía a Monseñor Brady, de partir con él y presentar mis respetos a las autoridades de la colonia, a finales de enero encaminé con un nutrido grupo de misioneros hacía allí. ¡Cuánto y qué bien había trabajado el P. Salvado!¡ Con cuanta bondad se había ganado la confianza y el respeto de los aborígenes!¡Parecía mentira!
La acogida fue tan calurosa y el recibimiento tan conmovedor que todos quedamos admirados. Para mi sorpresa ya estaban casi dispuestos los edificios que habrían de albergar a los monjes que permitirían iniciar la vida regular como corresponde ¡No podía creerlo! En apenas dos años aquello se había y transformado en un vergel y con el pequeño ejército de misioneros, que acababa de llegar, se convertiría en un paraíso. Por desgracia, pronto acabó aquel idilio, porque aquel año nuevo de 1850, en verdad trajo para mí una vida nueva: con carácter de urgencia fui llamado a Perth donde el sínodo me reclamaba con la amenaza de incurrir en una grave pena canónica si no me personaba ipso facto.
1850-1860. Si ahora pudiera, borraría esa década del calendario de mi vida. San Pablo pide a su discípulo Timoteo que tome parte de los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. No sé cuantas veces recordé ese versículo en esos terribles años, y no sé qué hubiera sido de mí si el Señor me hubiera escamoteado su ayuda. Es verdad que desde este Desierto de las Palmas, más consciente que nunca del mal que nos hacen las vanidades del mundo y la ambición de los bienes perecederos, miro los acontecimientos de manera más serena. Más, en aquel momento, cada uno se empeñó en defender la propia postura, y eso nos hizo daño.
En Perth, todo el mundo parecía estar irritado conmigo y Monseñor Brady contribuía no poco a agravar el problema. Si recuerda el lector, más arriba he aludido a dos asuntos diferentes que el diablo mezcló como sólo él sabe hacer. Me refiero, en primer lugar, a las tensiones y diferencias que sostuve en el barco con alguno de los mineros de la última expedición; y, en segundo lugar, a las deudas contraídas por la administración diocesana y al elevado concurso de acreedores que presionaban al señor obispo, exigiéndole que pagara las facturas. Al parecer, de tales problemas yo era la causa y la solución, respectivamente.
Al verme tan gravemente atacado, defendí mí postura con cierta energía y de resultas de todo esto, las cosas se complicaron aún más: unos me acusaban de ocupar indignamente el cargo que me había conferido el Santo Padre, abusando de mis atribuciones y procediendo con ímpetu y sin caridad alguna: y otros reclamaban de mí unos fondos que, en conciencia, no podía darles. La situación se fue complicando, llegando a extremos intolerantes para todos: no tardaron mucho en surgir partidos. Ocurrió lo siguiente: en primer lugar, el sínodo consideró abolido el monacato de la jurisdicción diocesana de Perth apropiándose indebidamente de Nueva Nursia: y, poco después, Monseñor Brandy se dirigió a Roma a reclamar la remoción inmediata de mi persona de la diócesis de Perth: llegando a pronunciar la terrible palabra excomunión.
Solo Dios sabe lo que sufrí en aquellas jornadas y lo Él sabe también cuánto le agradezco a la providencia permitiera que el P. Salvado se quedara en Europa unos meses más y, ante las más altas instancias, defendiera los intereses de nuestra misión entre los aborígenes y la buena voluntad de mis intensiones. Al final del mismo año 1850 el pleito se resolvió a mi favor y recibí de la Santa Sede los documentos que me constituían Administrador Apostólico en lo temporal y en lo espiritual.

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