Por Hna. Juana Lescano
“Estén siempre alegres y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos imaginar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4, 4-7).
¿Qué significa para mí la paz? ¿Cómo experimento esa paz? Hagamos una pausa para pensar y sentir la paz. Concibo la paz como algo muy valioso que es fruto de un modo de vida. Hoy por hoy es un desafío llevar una vida en paz, serena y con calma porque vivimos en un aceleramiento que nos hace perder esa manera paciente de vivir y convivir. Según el mensaje de Filipenses esa paz sería producto no solamente de un modo de vivir sino de recurrir a la oración y a la súplica, para que la paz de Dios que nos trasciende cuide nuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús. Siguiendo este mensaje bíblico, la paz sería fruto de la oración.

Comparto la oración de Pedro Casaldáliga, poeta y profeta latinoamericano:
“Danos Señor aquella paz inquieta que denuncia la paz de los cementerios y la paz de los lucros hartos, danos la paz que lucha por la paz. La paz que nos sacude con urgencia del Reino. La paz que nos invade con el viento del Espíritu, la rutina y el miedo. El sosiego de las playas y la oración de refugio. La paz de las armas rotas en la derrota de las armas. La paz de pan del hambre de justicia. La paz de la libertad conquistada, la paz que se hace nuestra sin cercas ni fronteras, que tanto es Shalom como Salam, perdón, retorno, abrazo. Danos tu paz, esa paz marginal que deletrea en Belén y agoniza en la cruz y triunfa en la pascua. Danos Señor aquella paz inquieta que no nos deja en paz”.
Siguiendo el pensamiento de Casaldáliga, la paz se encuentra viviendo a modo de Cristo. Recorriendo la historia de Jesús podemos conocer que no tuvo una vida tranquila, pero Él fue la paz. Entonces decir que la paz de Jesús es “una paz inquieta que no nos deja en paz” tiene sentido. Jesús llevaba una vida muy inquieta, itinerante, pero sabía reconocer que necesitaba la calma y se retiraba a la montaña para orar. Jesús oraba constantemente y eso le hacía descubrir un modo de situarse ante cualquier circunstancia.
Buscando comprender esa paz —que viene de Dios, que supera todo lo que podemos imaginar, que cuida nuestros corazones y pensamientos—, pregunté a dos mujeres ¿Para vos, qué es la paz? De forma espontánea y sin dar mucha vuelta una me dijo: “La paz es ausencia de guerra y de violencia”. Y la otra respondió: “Paz es calma, serenidad, luz”. Dos respuestas actuales que tomo para seguir construyendo este texto entrelazado con textos bíblicos y con otra reflexión filosófica de un líder espiritual, Dalái lama.
Cristo es nuestra paz dice en Efesios. “Él es nuestra paz. Él ha destruido el muro de separación, el odio, y de los dos pueblos ha hecho uno solo. En su propia carne destruyó el sistema represivo de la Ley e hizo la paz; reunió a los dos pueblos en él, creando de los dos un solo hombre nuevo. Destruyó el odio en la cruz y, habiendo reunido a los dos pueblos, los reconcilió con Dios por medio de la misma cruz”. (Ef. 2, 14-16)
Aquí la paz de Cristo me inspira a decir que en este tiempo de cuaresma nos damos cuenta de que esa paz que anhelamos radica en decir basta de guerra y de violencia. El camino de la paz será si se produce el encuentro, superando divisiones y reconciliándonos. Que la gracia de Dios nos ayude a gestar un corazón de misericordia. Que nos ayude a lograr esa paz que abraza. Que podamos perdonar ofensas y asumir nuestras actitudes que generan violencia. Aquí queda claro que la paz se logra en una relación, ejercitando el perdón. Creo que es cuestión de tiempo, paciencia y sabiduría el ir construyendo relaciones donde la diversidad no sea amenaza sino riqueza y posibilidad de comunión. Traigo aquí un pensamiento filosófico titulado “Se llama calma” del Dalái Lama, que nos puede aportar en el trabajo personal para conquistar la paz:   
“Se llama calma y me costó muchas tormentas. Se llama calma y cuando desaparece… salgo otra vez a su búsqueda. Se llama calma y me enseña a respirar, a pensar y repensar. Se llama calma y cuando la locura la tienta, se desatan vientos bravos que cuestan dominar. Se llama calma y llega con los años cuando la ambición de joven, la lengua suelta y la panza fría dan lugar a más silencios y más sabiduría. Se llama calma cuando se aprende bien a amar, cuando el egoísmo da lugar al dar y el inconformismo se desvanece para abrir corazón y alma entregándose enteros a quien quiera recibir y dar. Se llama calma cuando la amistad es tan sincera que se caen todas las máscaras y todo se puede contar. Se llama calma y el mundo la evade, la ignora, inventando guerras que nunca nadie va a ganar. Se llama calma cuando el silencio se disfruta, cuando los ruidos no son solo música y locura sino el viento, los pájaros, la buena compañía o el ruido del mar. Se llama calma y con nada se paga, no hay moneda de ningún color que pueda cubrir su valor cuando se hace realidad. Se llama calma y me costó muchas tormentas y las transitaría mil veces más hasta volverla a encontrar. Se llama calma, la disfruto, la respeto y no la quiero soltar…”
Se acerca la Pascua, que Jesús nos encuentre con el corazón reconciliado y dispuesto a recibir su paz para multiplicarla por donde vayamos. El evangelio de Juan nos anima a abrir las puertas a Cristo y recibir esa paz: “Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La paz esté con ustedes!” (Jn. 20, 19-21)
Que seamos siempre “Puerta Abierta a la Paz”. 


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